Comentario
En marzo de 1802, Francia firmó con Inglaterra, agotadas ambas por el esfuerzo bélico, la Paz de Amiens sin prestar atención a los intereses españoles, por lo que la isla de Trinidad permaneció en manos británicas. Nadie en Europa consideró que la situación de paz fuera duradera, ya que en Amiens no se había dado solución a ninguna de las muchas cuestiones que enfrentaban a Francia y España con Inglaterra. Los hechos pronto demostraron la provisionalidad de la paz: Inglaterra se negó a evacuar Egipto y devolver Malta si Francia mantenía su influencia sobre Holanda y la Confederación Helvética y seguía protegiendo las repúblicas italianas. Italia, y en particular Parma y Nápoles, seguía en el centro de las preocupaciones españolas. La derrota austríaca en Marengo, que obligó al emperador a firmar la paz de Lunéville el 9 de febrero de 1801, afectó directamente a Parma. Con el beneplácito de España, Napoleón trazó el siguiente plan respecto a Parma: Francia ocupaba el Ducado, obligando a abdicar al duque Fernando que recibiría en compensación el Gran Ducado de Toscana, al que los austríacos habían renunciado en Lunéville, convertido en reino de Etruria. El Tratado de Aranjuez de 21 de marzo de 1801 avalaba formalmente el plan de Napoleón: convertía a Fernando en rey de Etruria, con el compromiso de que el territorio toscano pasaría al heredero de Parma, D. Luis, casado con una hija de Carlos IV. Como contrapartida Francia obtenía de España, tal y como se había acordado en los preliminares de San Ildefonso de octubre de 1800, el territorio de La Luisiana que poco después sería vendido por los franceses a los Estados Unidos, y un compromiso de acentuar la colaboración española en temas militares y, de modo más particular, en cuestiones navales.
La realidad napolitana era más compleja. Nápoles era aliado de Austria e Inglaterra, y las relaciones de Carlos IV con su hermano, Fernando IV, eran difíciles por la influencia que ejercía sobre su marido la reina María Carolina, austríaca de origen y deseosa de fortalecer los vínculos de Nápoles con Viena en detrimento de las relaciones con Madrid. Para lograr sus objetivos, María Carolina había casado en 1790 a dos princesas napolitanas con hijos del recientemente coronado emperador Leopoldo II y, en 1797, el príncipe heredero de Nápoles, Francisco, había contraído nupcias con la archiduquesa María Clementina. La presión francesa en Italia había afectado muy directamente a Nápoles. En 1798 la familia real se había refugiado en Palermo, y por el Tratado de Florencia había tenido que renunciar a la isla de Elba, al Piombino y a los presidios que poseía en Toscana, además de comprometerse a no permitir el acceso de buques ingleses en los puertos napolitanos y a permitir la presencia de tropas francesas en Brindisi y Otranto. El propósito español era aprovechar la difícil situación de Nápoles para recomponer unas relaciones que desde hacía tiempo se hallaban muy deterioradas y, si fuera posible, lograr que Nápoles se sumara al proyecto de Godoy de formar un bloque neutral que mitigara la presión francesa.
Para Bonaparte, nombrado en agosto cónsul vitalicio, era esencial mantener la ayuda incondicional de España para cuando se reanudaran las hostilidades con Inglaterra, y para ello había que evitar cualquier veleidad neutralista de España utilizando, indistintamente, el halago y la intimidación. Cuando en 1803 se reinició la guerra franco-británica, España intentó mantener su neutralidad, iniciando conversaciones con Prusia y Rusia para formar un bloque de potencias neutrales, conforme ha estudiado Ana María Schop, pero al no lograr este objetivo no tuvo más remedio que adquirir la neutralidad a un elevado precio y formalizar el Tratado de subsidio. En una claudicación que el profesor Corona denominó vergonzosa, el gobierno español se comprometió a pagar al Estado francés seis millones de libras mensuales y a permitir la entrada en sus puertos a los buques franceses.